jueves, 16 de julio de 2009

Reflexiones a 40 años de la llegada del hombre a la Luna

Han transcurrido ya más de 50 años desde el inicio de la denominada ‘Carrera Espacial’ entre los Estados Unidos de América (EUA) y la Unión de Repúblicas Socialista Soviéticas (URSS). Era finales de 1957 – específicamente el 4 de octubre de aquel año – cuando la potencia comunista sorprendía al mundo al lograr exitosamente la puesta en órbita del primer satélite artificial de la Historia. Se trataba del Sputnik 1, un pequeño artefacto – comparado con los actuales ‘estándares’ de los satélites – que poseía un diámetro de 60 centímetros y un peso aproximado de 84 kilogramos. A pesar de que su vida útil fue más bien breve, pues se mantuvo activo por escasos 21 días (convirtiéndose en ‘basura espacial’ hasta que, a comienzos del año siguiente, su reingreso en la atmósfera terrestre le significaría su desintegración final), la importancia de tal acontecimiento no puede ser medida en términos del tiempo de funcionamiento del Sputnik, sino más bien en la medida de cuáles fueron las repercusiones que el mismo tuvo.

Los próximos ‘golpes’ de la Unión Soviética’ se sucederían rápidamente. El primero de éstos vendría de la mano precisamente del Sputnik 2 (bastante más grande que su predecesor, pues su masa superaba la media tonelada), el segundo satélite artificial en ser puesto en órbita. Aquél se transformaba en la primera nave espacial que transportó ‘material biológico’ más allá de los confines del delicado manto celeste que rodea a nuestro planeta, se trataba de la perra ‘Laika’. Menos de un mes después del ‘impacto público’ que había significado el primer Sputnik, la URSS lograba probar categóricamente que era posible mantener con vida a un ser vivo fuera de la protección que nos ofrece la atmósfera terrestre, aunque sólo fuera por unas pocas horas. Años más tarde, el 12 de abril de 1961, la misión ‘Vostok 1’ ponía en órbita al primer ser humano, el piloto ‘Yuri Alekseyevich Gagarin’. Su temprano deceso, en un accidente acontecido en el año 1968, no le dejaría disfrutar sin embargo, de la categoría de ‘héroe de la humanidad’ que sin dudas merecía.

En el ‘mundo occidental’ (y muy probablemente aún para el mismo Estado soviético) aquellos sucesos (y algunos otros) no se concibieron, o por lo menos no en su ‘porción más importante’, como un salto en el progreso científico y tecnológico de la humanidad. Por el contrario, sus repercusiones político-propagandísticas coparon la mayor parte del análisis. Y es que no solamente en las guerras o en siniestros experimentos como el Lebensborn nazi – probablemente algunas de las dimensiones más funestas de esta comunión – la ciencia y tecnología se unen al campo de la política. Hubo otros espacios en donde también se puede hablar de una ‘politización de la ciencia’. El historiador británico Eric Hobsbawm (en su Historia del siglo XX) se ha referido a este fenómeno en los siguientes términos:

«Un tanto inesperadamente, fue en la zona de influencia soviética donde la ciencia se politizó más a medida que avanzaba la segunda mitad del siglo. […] Los científicos eran miembros por excelencia de la amplia nueva clase media profesional, instruida y técnicamente preparada, que era el principal logro del sistema soviético, al mismo tiempo que la clase más consciente de sus debilidades y limitaciones. Eran mucho más necesarios para el sistema que sus colegas occidentales, ya que eran tan sólo ellos los que hacían posible que una economía atrasada en muchos aspectos pudiese enfrentarse a los Estados Unidos como una superpotencia. Y demostraron que eran indispensables al permitir que la Unión Soviética adelantase durante un tiempo a Occidente en la tecnología más avanzada: la espacial. El primer satélite construido por el hombre (Sputnik, 1957), el primer vuelo espacial tripulado por hombres y mujeres (1961, 1963) y los primeros paseos espaciales fueron rusos. Concentrados en institutos de investigación o en ‘ciudades científicas’, unidos por su trabajo, apaciguados y disfrutando de un cierto grado de libertad concedido por el régimen posestalinista, no es sorprendente que surgieran opiniones críticas en ese ámbito investigador, cuyo prestigio social era, en todo caso, mucho mayor que el de cualquier otra ocupación en la sociedad soviética»[1].


Por otra parte, es posible afirmar que un proceso similar se vivió doce años más tarde, en el mes julio de 1969, cuando la estadounidense ‘Agencia Nacional de Aeronáutica y el Espacio’ (NASA, por sus siglas en inglés) lograba materializar sueños milenarios de la Humanidad (a la vez que la promesa del asesinado presidente John F. Kennedy), poniendo a tres de hombres sobre la Luna[2]. Si bien los rusos habían logrado colocar – con diverso éxito – ‘ingenios’ propios en la órbita del satélite natural terrestre y en su superficie (vehículos no tripulados, comúnmente denominados ´sondas’, varios de los cuales no completaron victoriosamente sus misiones, estrellándose estrepitosamente con la Luna) desde comienzos del decenio de 1960; su ‘impacto’ no sería ni siquiera cercano al que produciría el «small step» de Armstrong.

Si bien éste, en su ya mítica frase, hablaría de «one giant leap for mankind», EUA no tardaría en reivindicar como ‘suyo’ el acontecimiento que lo había hecho triunfar en la denominada ‘Carrera Espacial’. La Imagen 1, por ejemplo, muestra un parche conmemorativo con que la NASA recordaría tal gesta. El cuadro es más que elocuente. En él, se observa a un águila calva americana (símbolo nacional de los EUA, y que además forma parte del Escudo de dicho país) a punto de posar sus poderosas garras sobre la superficie selenita. Los estadounidense, definitivamente, no vieron en aquel acontecimiento sólo un ‘avance’ en el desarrollo de nuestra civilización. Sino más bien, lo concibieron como un triunfo de su propio poderío.

Con el desarrollo de los transbordadores (o ‘lanzaderas’) estadounidenses y los ‘Buran orbiters[3] soviéticos, se viviría una carrera similar en los decenios de 1970 y 1980.

En nuestros días, nuevos actores se han sumado a la denominada carrera espacial, incluída la enorme China; que no sólo ha conseguido éxitos como el lanzamientos de sus propios cohetes – con diseños basados en los vehículos de este tipo que fueron desarrollados por los científicos de la Unión Soviética –, sino que, en los siguientes años (probablemente en menos de una década), pondrá al primer chino (y en general al primer ‘oriental’) a caminar en suelo lunar. ¡Éste deberá pensar mucho si desea igualar – e incluso sólo aproximarse a – la recordada frase de Neil Armstrong! Sin duda, pecaríamos de ‘ingenuos’ si concibiésemos que el desarrollo de este programa tiene nada más que ‘objetivos científicos’. Los cientos de miles de millones de dólares invertidos en misiones espaciales de escaso significado científico muchas veces, inexorablemente deben hacer que nos cuestionemos esta ‘romántica’ mirada. Y, debemos aceptarlo, muchos de los políticos y militares patrocinadores de estos proyectos, muy pocas veces poseen visiones de ‘largo plazo’ al concebir éstos. La pregunta que bien podríamos hacernos aquí es: ¿’ir al espacio’ se trata, en el fondo, de ‘ir al espacio’?



[1] Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Buenos Aires, Editorial Crítica, 1999, pág. 540.

[2] Si bien la tripulación de la misión ‘Apollo 11’ estaba compuesta por tres astronautas (Neil A. Armstrong, Edwin E. Aldrin Jr. y Michael Collins), sólo los dos primeros lograron efectivamente 'pisar' suelo selenita, pues Collins - en su calidad de piloto del módulo de mando - debió aguardar el regreso de sus compañeros en los controles.

[3] Véase la página web de la empresa desarrolladora del proyecto ‘Buran’: http://www.buran.ru/htm/molniya.htm.